“Mirad estas gentes leonesas, zamoranas, salmantinas. Esa
unilateralidad, esa pobreza mentales del castellano, no reza con ellas. Tienen
algo de la ondulación portuguesa y de la zorrería gallega –maragatos,
sanabreses, charros–. Ni idealistas como los castellanos, ni prácticos como los
catalanes. Las dos cosas, en dosis suaves, a la vez. Vivimos una democracia
llana, democracia de concejo abierto, de concejo leonés.”
José Sánchez Rojas, Del
espíritu leonés (6/8/1915)
A menudo se atribuye a Mark Twain
la frase “La historia no se repite, pero sí rima”. A pesar de que no existe evidencia
alguna de que el estadounidense fuera su autor, el aforismo expresa una
realidad perceptible en la liquidez del mundo actual: nacionalismos, xenofobia,
conflictos territoriales… También en relación con la cuestión leonesa. Buceando
en la prensa de principios de siglo XX he tropezado con varios artículos
firmados por el escritor José Sánchez Rojas, publicados en el periódico
barcelonés La Publicidad entre
diciembre de 1918 y enero de 1919, en los que explicita algunas de sus reservas
hacia la creación de una autonomía castellana durante el debate autonómico producido
al final del reinado de Alfonso XIII. Sus palabras dejan muy mal parado al actual
establishment castellanoleonés.
Sánchez Rojas, nacido en Alba de
Tormes en el seno de una familia de larga tradición liberal, alumno y amigo de
Unamuno, luchó por la causa agraria recorriendo los pueblos de su provincia y se
ganó la vida escribiendo columnas en periódicos de toda España. Durante su corta
vida estuvo muy comprometido con su tierra y se involucró activamente en la
política de los tiempos convulsos que le tocó vivir. Tanto es así que coincidió
con Mussolini durante su época de estudiante en Bolonia y llegó a debatir sobre
revolución con Lenin mientras ambos se alojaban en un hotel de Ginebra. Aunque
no pueda decirse de él que fuera un leonesista propiamente dicho, ya que estaba
hondamente influido por la Castilla del noventayochismo como tantos
intelectuales de su generación, en lo cultural era perfectamente consciente del
hecho diferencial leonés y en sus escritos muestra sensibilidad hacia la historia
del país.
Autonomista convencido, de sus
agudas apreciaciones sobre el incipiente proceso autonómico auspiciado por la
Mancomunidad de Cataluña bien puede deducirse que se oponía radicalmente a la
manera en que se estaba gestando la autonomía castellana. Una de las razones
era la naturaleza caciquil de los próceres provinciales involucrados, en
particular el político vallisoletano de la Restauración Santiago Alba, al que
profesaba una enconada aversión. El debate propulsado por la campaña
estatutaria catalana de 1918-1919 despertó sentimientos anticatalanistas, pero además
obligó a muchos a tomar postura y consiguió que diferentes regiones hicieran lo
propio, buscando la creación de entes autónomos que sirvieran de medio de
autogestión para sus territorios.
Como en momentos históricos
anteriores, el debate en la cuenca del Duero giraba en torno a la creación de
una Castilla autónoma que rivalizara económica y culturalmente con Cataluña. Dentro
de esa Castilla estaba tristemente proyectado que quedaran integradas las
provincias leonesas. A pesar de la posición autonomista a priori favorable de Rojas, desde un primer momento es consciente
de que “el [regionalismo] castellano anti-catalán
de Valladolid es un movimiento artificioso que se va ahogando por el
regionalismo municipal y anticaciquista de Salamanca, de León, de Zamora y de
otras poblaciones.” Así lo dejó escrito en un artículo publicado el 14 de
diciembre de 1918 (recién terminada la 1ª Guerra Mundial) con el título
“Castellanismo y germanofilia”, en el que establece un vínculo claro entre los
partidarios de la autonomía castellana y los germanófilos, aquellos que durante
la Gran Guerra se habían posicionado a favor de los intereses de los Imperios
alemán y austrohúngaro, y sobre quienes se desahoga diciendo que los “caballeros
que dirigen esta asquerosa farsa castellanista son unos germanófilos
vergonzantes”. No es difícil establecer un paralelismo actual con la
polarización que existía en España durante la 1ª Guerra Mundial entre los germanófilos,
con una visión de la política más autoritaria y antidemocrática, y los aliadófilos,
de tendencia más liberal. La hostilidad que Rojas sentía por los germanófilos
hacía que se refiriera a los políticos conservadores que medraban en las redes
caciquiles de las Diputaciones provinciales de la meseta como “nuestros
caciques, que son la negación de nuestra tradición democrática, son tan
completamente extraños a nuestro espíritu como un alemán.”
Rojas escribía con conocimiento
de causa y experiencia sobre el terreno: durante esas semanas se encontraba
inmerso por completo en la batalla electoral del distrito de Peñaranda de
Bracamonte, donde arengaba a los braceros pidiéndoles el voto para luchar
contra los latifundistas y el caciquismo agrario (representado por el marqués
de Ivanrey) e impartía conferencias sobre el conflicto abierto en Cataluña –el
mal llamado “problema catalán”– por su demanda de Estatuto. Nuestro olvidado
articulista se había embarcado en la lucha agraria poco tiempo antes, casi por
casualidad, tras un periodo de convalecencia, en un intento por empoderar a los
agricultores mediante la creación de municipios autónomos en localidades en
pugna con la Diputación por el control presupuestario. Ya había tanteado meses antes
para que su pueblo natal de Alba de Tormes también se convirtiera en municipio.
En “La liberación de la tierra”, artículo publicado el 19 de enero de 1919, se
jacta de que varios pueblos de la comarca peñarandina “tendrán concejo abierto
y en las decisiones municipales se oirá la voz de los viejos y de los
patriarcas.” Por fin podrían emanciparse de la Diputación y gestionar su
presupuesto sin la obstrucción de los caciques. Lo que Rojas buscaba con la
creación de los municipios, según sus propias palabras, era la “democracia
directa, referéndum, derecho de los vecinos todos a participar en los negocios
comunales”, ya que, por culpa del sempiterno caciquismo, “en ciertas regiones
de España, solamente los toros gozan de una cabal y completa autonomía.”
Cuando a finales de ese mes, los
diputados provinciales de Castilla y de León se reunieron en Segovia siguiendo
las directrices de Santiago Alba, en otra columna titulada “La autonomía de los
caciques” (28/1/1919), Rojas denunciaba con su mordaz pluma que el presidente
de la Diputación de Burgos y “otros respetables terratenientes de poco pelo,
abogados de secano, administradorcillos y gentecilla iletrada e insolvente en
la zona de la cultura (…) van a definir la actitud espiritual de la meseta y
del llano frente a la del litoral.” Vemos aquí, expresada con términos más
acordes a la época, además de una descripción punzante de la ralea política
local, la contraposición centro-periferia que Martín Villa estableció para
justificar sus “razones de Estado”, el contrapeso de la meseta frente a las ahora
conocidas como nacionalidades históricas. Según Rojas, lo que estos caciques
reaccionarios pretendían establecer era una “autonomía regional impuesta de
arriba abajo, es decir, de Madrid a Valladolid, de Valladolid a las capitales
de provincia y desde éstas, a las ciudades, villas y aldeas”. Prosigue con
razones de peso para oponerse a la manera en que se quiere configurar,
denunciando que sería a través de “una autonomía regional con Parlamento, con
mucho Parlamento, funcionando en Valladolid por supuesto, y con un Tribunal
Supremo también vallisoletano, con magistrados nombrados por Alba”. Y
sirviéndose de un aparato mediático propio, con “El Norte de Castilla trocado en Gaceta regional”.
Es hiriente que unas palabras
escritas hace un siglo nos resulten tan lamentablemente familiares. Como buen
regeneracionista, el salmantino buscaba medidas políticas que sirvieran como
medio de liberación para la ciudadanía de las zonas rurales más atrasadas:
libertad de sufragio, desarrollo del municipalismo, supresión de las
Diputaciones y creación de circunscripciones rurales. A fin de cuentas, medidas
que aseguraran la mejora del funcionamiento democrático, sin las cuales “una
autonomía regional de esta naturaleza será una batalla ganada en regla por los
tentáculos, cada día más sutiles y extensos del caciquismo”. Los miedos de
Rojas eran fundados. Tras casi cuarenta años de autonomía, cristalizada en 1983
con la creación definitiva de la Junta, sabemos con certeza que muchas de las
denuncias que formulaba con su elegante retórica se han consumado. Somos
conscientes de los tentáculos del caciquismo, del abandono del medio rural, de
la inutilidad de las “razones de Estado”, del déficit democrático de nuestro
régimen autonómico. ¿Ha alcanzado la sociedad leonesa (y la española) el grado
de madurez democrática para enfrentarse a esta realidad? Se cierne sobre
nosotros una disyuntiva como ya hizo en otros momentos donde se abría la
ventana de oportunidad autonómica: León puede acceder al autogobierno,
ejerciendo la democracia de abajo arriba a través de los concejos y municipios,
o padecer, tal vez sin posibilidad de retorno, otros cien años de sumisión a
los caciques.
Nota del autor: este artículo se redactó antes de que el gobierno
decretara el estado de alarma por la crisis de la COVID-19. Por si fueran pocos los paralelismos,
fue en 1918 cuando se tuvo constancia por primera vez de la conocida popularmente
como “gripe española”, considerada una de las pandemias más letales de la
historia.
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